Todo ser humano nace con las
entrañas heridas por este amor, nace con una sed. “Mi alma está como tierra
sedienta delante de Ti” (Salmo 142). El comer y el beber, el Creador los ha
puesto en la naturaleza como símbolos materiales de ese amor.
Esa sed de Dios es la ansiedad
reflejada en los rostros de todas las gentes que andan en las calles, y que
entran a las tiendas, a los cines, a los bares,. Todo el mundo va con un deseo,
con muchos deseos, con un infinito de deseos: una copa más, un dulce más, una mirada
más, una palabra más, un beso más, un
libro más, un viaje más. Siempre más y más y más. Todos los rostros heridos por
la ansiedad y el deseo. Y los que hemos escapado de esa esclavitud de los
deseos nos sentimos como los que recuerdan los campos de concentración nazis o
los trabajos forzados de Siberia, de donde han escapado.
Uno cree que se puede conformar
con un poco más, pero siempre estará deseando más y más. Uno cree que se
conformaría con una pequeña casa y un auto, una bella esposa y los hijos. Pero
ese hombre saldrá siempre a la calle con la misma avidez, lo tirará en la calle
y quedará siempre igualmente insatisfecho. Es como la enfermedad de tener que
estar siempre comiendo y comiendo sin
poderse saciar jamás.
Porque, como decía Platón, el
cuerpo humano es un ánfora rota que no se puede llenar jamás. Los sentidos
pueden estar ahítos de placeres, pero el alma estarás siempre insaciada. Esos
placeres de la periferia corporal no habrán llegado hasta ella y sólo habrán
servido para hacerle agua la boca y exacerbarla, porque sentirá que no ha
llegado siquiera a sus labios la copa de la dicha.
Es como pretender saciarnos con
un alimento que no llena, o con un vino que no embriaga. La comida llena y el
vino embriaga, pero no sacian nuestro íntimo deseo sino que lo avivan más, y
prácticamente es como si no llenaran ni embriagaran. Pueden hastiarnos, pero no
saciarnos.
Y como nos damos cuenta de la
profundidad de un pozo cuando arrojamos en él una piedra y no la oímos caer,
así nos damos cuenta de la profundidad de nuestra alma, cuando caen en ella
cosas y desaparecen sin que las oigamos caer.
Puesto que Dios está en el fondo
de cada alma, el fondo del alma es infinito, y no se puede llenar con nada sino
con Dios. Un vino que sacie tendría que ser infinito. Y sólo sacia el agua que
Cristo ofreció a la samaritana junto al pozo, y que es ese vino.
Pero en los claustros se ve
caminar a los hombres satisfechos y colmados, sonrientes, sin la arruga de la
ansiedad en sus rostros. San Ignacio de Loyola decía que si lo obligaran a
disolver la Compañía , en quince minutos recobraría su paz interior.
Y así también andan los animales.
No andan nunca ansiosos, sino que todos ellos circulan tranquilos y colmados
como los monjes.
Los hombres no están nunca satisfechos
con las cosas de la tierra porque no han sido creados para ellas. Los animales
sacian sus necesidades y no necesitan más. No hay ninguna sed de infinito en
ellos, y esta tierra es su cielo. Por eso los animales no se decepcionan de la
vida nunca ni se suicidan, porque han sido creados para esta creación. (Y todos
los animales también son santos, con su santidad animal: son castos, y pobres,
y obedientes, como los monjes, y son humildes.)
Pero todo nuestro ser está
diseñado para amar a Dios, y para poseerlo y gozarlo, como el cuerpo de la
macarela está diseñado para nadar en el agua y el de la gaviota para volar
sobre el mar.
Y como un teléfono ha sido
diseñado para hablar por teléfono y no para otra función: así también el hombre
no ha sido creado para gozar de esta vida sino para gozar de Dios, y para amar
a Dios, y por eso sólo con Dios somos felices.
Y aunque no hemos visto a Dios,
somos como aves migratorias, o peces migratorios, que han nacido en un lugar
extraño, pero que cuando llega el invierno sienten una inquietud misteriosa,
una llamada en la sangre, la nostalgia de una patria primaveral que no han
visto nunca y parten hacia allá, sin saber adónde. Han sentido el llamado de la
Tierra Prometida. La voz del amado que llama: “Levántate ya, amada mía, hermosa
mía, y ven: que ya ha pasado el invierno y han cesado las lluvias” (Cantar de
los Cantares 2, 10)
Ernesto Cardenal
Texto extraído de su libro "Vida en el Amor" (Editorial Minima Trotta, 1997)